Al llegar a la calle ayende esquina Londres, nos encontramos con la gente que hacía fila intentando entrar a La casa azul, la que fue residencia de Frida Kalo y diego Rivera, enMéxico D.F. A las cuatro de la tarde, al grupo de voluntarios argentinos, dominicanos y colombianos que decidimos visitar el museo, nos sorprendió ver tantos turistas intentando ver la residencia del “elefante y la paloma”.
A penas traspasamos la puerta, la alfombra, algunos diseños de Diego, fotografías de amigos y artistas que frecuentaban a la pareja y algunos cuadros de Frida, entre mezclados con orientaciones académicas del museo, daban la bienvenida a los visitantes. Las imágenes precolombinas, los coloridos diseños de diego, el murmullo de pasos y comentarios de los turistas, y las escenas surrealistas de la pintora, recrean la personalidad de la casa, desde el azul de sus paredes hasta el fogón de piedra de la cocina. Entonces inicia el ir y venir dentro de la estancia.
Waldo, uno de los dominicanos que formaba parte del grupo que habíamos decidido hacer la visita, me describía algunos cuadros, imágenes de dolor, cubiertas por colores fuertes, por sangre, por heridas y frustraciones, rostros de los amantes, vientres estériles y piernas atrofiadas; mientras pasábamos de un lugar a otro en la residencia.
Conforme iba recorriendo la casa, me iba enterando de trozos de la historia vivida por Diego y por Frida, de la pasión de ambos artistas por las raíces indígenas de México, y del compromiso político que vivieron del lado de la izquierda. Las historias, los comentarios de los visitantes que sentían el impacto de las pinturas y el mismo aire de la casa, me hacían crear una sensación de placer melancólico.
Llegamos a la habitación de Frida, allí había autoretratos, la silla de ruedas que utilizó en algún momento, los corsés que durante mucho tiempo le ayudaron a enderezar la columna vertebral y, la cama de baldaquín en la que murió de pulmonía a los 47 años. Ya en este punto, algo que no lograba identificar me iba calando, y supongo que lo mismo le ocurría a la argentina que se detuvo recostada de una pared para dejar correr las lágrimas.
Salimos de la habitación, todo el mundo caminaba despacio, buscando con curiosidad el más mínimo rastro de la historia que contaba la casa por si sola. Nos detuvimos en una especie de mostrador en la que habían fotografías, tarjetas y una gran cantidad de cartas escritas por Frida, en las que hablaba de su amor a diego. Cartas en inglés y en español, de la soledad, de los celos de la tristeza, de los dolores de espalda y de las afecciones en la pierna derecha. Entonces supe que era lo que sentía, el extraño sentimiento que no alcanzaba a ubicar, era invasión, me sentía como un tercero en una relación de dos.
Después de pasar por la cocina antigua, la terraza, el cuarto que diego pidió no abrieran tras su muerte, y de conocer algunas de las historias de infidelidades del pintor, de lesbianismo de ella, llegamos al jardín. Allí las macetas y monumentos con intención indigenista cubrían todo el espacio, la brisa me daba en el rostro hasta que salí del lugar con la emoción intensa que puede sentirse al haber sido parte de la historia contada en colores, dolor de dos y con ganas de saber algo más de ese par de amantes, artistas y leyendas modernas.
,J.B
sábado, 2 de julio de 2011
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